disciplinamiento urbano y herencia indigena enterrada
"La configuracion urbana de la ciudad de mexico fue un instrumento de control social que permitio ordenar la covivencia entre españoles, indigentas y mestizos, establecio jerarquías espaciales que reflejan las diferencias etnicas y sociales.
-Nicolini, Alberto. "En las ciudades coloniales: espacio y poder", 2001, (p77)
Aunque la ciudad colonial proyectaba una imagen imponente y clara de dominio a través de sus plazas, edificios y recorridos visuales, existía otra dimensión del poder que operaba en lo invisible, en los márgenes del trazado, en los cuerpos que no podían circular libremente y en las memorias que fueron silenciadas. Esta dimensión no se expresaba en la monumentalidad, sino en la exclusión, en las omisiones simbólicas y en una planificación pensada también para esconder, desplazar o relegar lo que no debía ocupar el centro.
Mientras la traza en damero —definida por las Leyes de Indias— ordenaba la ciudad desde la racionalidad y la simetría, también imponía una jerarquía de acceso y de pertenencia. El centro urbano no era un espacio neutro: fue reservado para la élite española y criolla, y su aparente apertura pública ocultaba un sistema sutil de control sobre la presencia indígena y mestiza. La ciudad, en su escala urbana, funcionaba como un dispositivo disciplinario, donde el trazado rectilíneo y la plaza mayor no solo estructuraban la circulación, sino también definían qué cuerpos podían estar en qué lugares y bajo qué condiciones.
En este modelo urbano jerárquico, los indígenas fueron progresivamente desplazados de los centros hacia las periferias, quienes anteriormente habían habitado el corazon de tenochtitlan fueron desplazados a los bordes de esta ciudad, donde se fundaron barrios específicos conocidos como “repúblicas de indios”. Estas unidades eran espacialmente segregadas: se ubicaban en zonas apartadas del centro virreinal, como San Juan Moyotlan, San Pablo o Santa María la Redonda. Allí vivían, trabajaban y eran evangelizados bajo la supervisión de autoridades españolas y religiosas. Su acceso al centro estaba regulado, permitido solo en ciertos momentos —como las festividades religiosas o para vender productos en el mercado—, y con restricciones claras de circulación y permanencia. Si bien podían convivir ocasionalmente con españoles en espacios como iglesias o mercados, los lugares de residencia estaban organizados de forma tal que evitaban la mezcla constante, manteniendo una distancia simbólica y funcional. Esta separación no respondía únicamente a razones prácticas, sino que formaba parte de un sistema de control racial, político y religioso que buscaba mantener el orden social colonial a través del espacio urbano.

(Barrio San juan)
En torno a la plaza mayor, los edificios del poder se alzaban con fachadas monumentales que afirmaban la presencia del imperio. Pero esos mismos muros, rejas y portales funcionaban también como barreras invisibles que delimitaban quién podía acercarse, entrar o simplemente mirar. El espacio urbano estaba lleno de reglas no escritas, que actuaban como límites morales y raciales: los indígenas sabían que no podían ocupar ciertas calles o estar en determinados horarios, no porque lo dijera una ley explícita, sino porque la práctica social ya había naturalizado su exclusión.

Así como lo visible se diseñaba para imponer un relato oficial, lo oculto operaba como una estrategia complementaria de borrado simbólico. No solo se destruyeron los templos indígenas, sino que también se buscó eliminar su presencia de la memoria colectiva. Los nombres nahuas fueron reemplazados, las festividades originarias prohibidas o reemplazadas, y el pasado mexica se volvió ausente en el relato urbano oficial.
El antiguo centro ceremonial fue transformado en un espacio que celebraba la autoridad virreinal, desligado por completo de sus significados originales. Este gesto no solo fue arquitectónico: fue una forma de dominación más silenciosa, sostenida por el hábito, por la repetición cotidiana de exclusiones, y por un olvido institucionalizado que naturalizó las desigualdades espaciales.
En este sentido, la ciudad no solo mostraba poder: también lo ejercía a través de lo que ocultaba. La lógica colonial no se limitó a construir visibilidades, sino que se completó con la desaparición de referentes indígenas, tanto materiales como simbólicos. Este sistema dual —lo monumental que impone, lo periférico que calla— fue clave para sostener una organización urbana que respondía a los intereses de la élite, consolidando su control no solo sobre el territorio, sino también sobre la historia que se narraba a través de él.
“pese a sus profundos contrastes, que justificaban un tratamiento legislativo distinto, ambas repúblicas estaban llamadas a unirse” pero esa unificación era más un ideal retórico que una realidad material. En el espacio urbano, lo indígena fue desplazado a los márgenes, tanto físicos como simbólicos, perpetuando una jerarquía invisible sostenida por la arquitectura, la circulación y la memoria borrada.
-Garcia Gallo. "La constitución política de las Indias españolas (1972)."

Barrios indigenas
Barrios españoles